El gato de los ojos color mar miraba por la ventana todos
los días.
Durante dos horas, el
gato de los ojos color mar se sentaba en el resquicio de la pequeña ventana y
observaba a la gente pasar.
Espiaba, desde lo alto de su torre, a los humanos que
pasaban delante de él. Al señor de la gabardina negra y sombrero azul que
siempre pasaba a la misma hora y con la misma cara de preocupación; y el gato de los
ojos color mar intentaba penetrar en los pensamientos que perturbaban a aquel individuo: “Puede que su esposa lo engañe. Puede que deteste su trabajo o
a su jefe. O a lo mejor no le gusta madrugar. Puede que odie su vida”.
Veía
pasar a la portera de su edificio, gritando enfadada porque su marido había
vuelto borracho a casa una noche más. Los gatos lo oyen todo y un borracho a
media noche no es silencioso.
Observaba a la quiosquera de la esquina, dentro
de su ataúd de metal como ella lo llamaba, leyendo los periódicos y quejándose
de la situación del país, indignada porque sus ganancias eran escasas y casi no
le daban para vivir.
Desde su ventana, miraba curioso a los adolescentes pasar
en dirección al colegio, ocupados con las miradas fijas en sus móviles; eran
zombies pero sin estar muertos. El aburrimiento le inundaba al verlos desfilar
en manada, ni una palabra, ni un grito, silencio total. “Puede que estén mudos
y utilicen sus móviles para comunicarse entre ellos”, pensaba el gato.
A las nueve veía marchar a su dueña a la que
no volvería a ver hasta las nueve de la noche. “Esclava del trabajo, pobre
infeliz” pensaba el gato.
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