Recuerdo
una sesión de terapia con la doctor Robinson. Él me hizo ver que mi
verdadero problema no eran los hombres sino mis impulsos. Decía que
no era tan malo ser impulsiva.
Pobre
ignorante, él no sabía ni la mitad de mi. No sé como me las apañé
para ir a sus sesiones durante 6 meses, bueno, sí lo sé, me
encantaba verlo, como hablaba, como olía. Olía realmente bien.
Ni
más ni menos seis meses inventándome una vida llena de problemas y
traumas. La única media verdad que le conté fue la de mis problemas
con los hombres. No le expliqué, claro está, como solían acabar
aquellos hombres que no terminaban de complacer mis deseos.
Con
trece años llegué a la conclusión de que no era una niña normal y
corriente. No podía controlar mis impulsos. Maté al perro del
vecino y lo enterré en el jardín trasero. Con dieciséis intenté
acuchillar a mi padre y con diecinueve mate al chico que se llevó lo
único bueno que quedaba en mi. Ahora tengo un diario con un centenar
de nombres y lugares donde yacen. El primer paso para superar el
problema es aceptarlo, eso me dijo el doctor Robinson.
Lo
acepto e intentaré arreglarlo, pero ahora necesito un psicólogo
nuevo y añadir el nombre de Jonh Robinson al diario.
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